martes, 2 de noviembre de 2010

Ombligo sucio

Se sacó un taco enorme de mugre del ombligo. Era marrón oscuro y viscoso, quién sabe cuánto tiempo tuvo que pasar para que se alojara en el hoyo que una vez sirviera para comunicarse con su madre desde el vientre. Jamás se lo había limpiado, ni siquiera se le había ocurrido mirar ese punto lleno de pliegues que divide al cuerpo en dos.
Se lo aseó porque vio en la televisión nacional a un niño hablando del tema en una caricatura. Fue ahí cuando echó un vistazo y vio su maruto marrón oscuro de sucio. Ahora, después de 35 años le parecía que veía un espectáculo asqueroso; no pensaba lo mismo cuando tenía 19 y usaba camisetas transparentes.
El ombligo debería cerrarse por completo una vez que cortan el cordón umbilical, pensó. Para qué dejarle al descubierto si trae tanto polvo. Sólo sirve para exhibirlo u ocultarlo -si es de esos que están totalmente afuera- pese a esto, esa gente no tiene que preocuparse de tenerlo desaseado, el agua que corre de la ducha debe bastar para tenerlo reluciente.
Filipo decidió levantarse de su cama para darle punto final al desastre que había en ese inoportuno lugar. Estaba totalmente desnudo, no le importaba que su habitación estuviese repleta de ventanas panorámicas. Ya se había acostumbrado a que los vecinos del otro edificio fisgonearan a placer: la esposa del señor Roberto que casualmente se la pasaba sacudiendo el polvo de sus cortinas floreadas y decoloradas por el sol; Anita, la lora que silbaba cada vez que lo veía con su intimidad al descubierto y Pancracio, un muchacho que había sufrido de meningitis cuando tenía seis años y que desde entonces tenía la mente un poco más lenta que el resto, o quizás tan rápida que no sabía qué hacer con ella. El chico dejaba su voyerismo sólo para ir al baño, comer, ver los tres chiflados y dormir. La mamá de Pancracio se solía apenar al principio cuando encontraba a su hijo mirando lujurioso a Filipo pero luego le dejó de importar, quien le manda a andar en bolas por su casa y no taparse con cortinas como lo hace todo el mundo.
Mientras se dirigía al baño notó que sus partes estaban mojadas ¿Se habrá orinado? No, el contenido no era urea sino otra cosa que también sale del mismo lugar. Por un momento lo golpeó el recuerdo de Valentina. Él no podía asimilar que su novia desde hace 15 años lo hubiera dejado así no más, sin dar vuelta atrás. Hizo caso omiso al ramo de girasoles que le envió, a los mariachis que le llevó a las tres de la mañana, a los correos electrónicos inundados de odas a su belleza sin igual y las lágrimas que corrían por sus mejillas cada vez que él iba a verla a la salida de su trabajo. A ella le supo a rábanos que él hubiera comprado ese apartamento para los dos. La única explicación que le dio a su rompimiento fue: “no quiero ser cachifa de nadie”.
No quiere ser cachifa de nadie. Eso no era lo que pensaba cuando tiraban en los moteles y ella le decía que era de su propiedad, que con ella podía hacer lo que le diera la gana.
A pesar de que era de día encendió la luz del baño. No era porque no veía sino porque había perdido la noción del tiempo. Se vio en el espejo y casi no reconoció lo que éste reflejaba. Tenía un gran grano a punto de explotar en la frente. A eso se debía el dolor de cabeza, a eso y a la botella de anís que se había empujado en la madrugada. Decidió dejarse la espinilla un poco más a ver en qué se podía convertir; si la mala racha le seguía acompañando, entonces ese grano se le convertiría en furúnculo o en algún adefesio que tendrían que sacar de emergencia los doctores como quien saca una apéndice a punto de convertirse en peritonitis. Pensar en eso lo divirtió un poco, esta vez le podría ganar una al seguro que siempre paga pero nunca usa.
Abrió el gabinete del baño en búsqueda de algo para limpiarse el bendito ombligo. Le pareció que lo más correcto sería utilizar un algodón. Estaba un poco viejo, pero cumpliría su propósito.
Filipo se sentó en su reino, así llamaba a su retrete. Quería matar dos pájaros de un tiro: cagar y quitarse la mugre de encima. En esencia era lo mismo, iba a expulsar desperdicios de su cuerpo. Comenzó con el primer propósito pero, por un momento, olvidó hacer lo segundo. Defecar era su mayor placer, aún más que el sexo. Valentina no podía entender eso, quizás por su “condición” de mujer.
Cuando culminó su acto preferido recordó que su ombligo seguía en las mismas condiciones de insalubridad de siempre. Valentina nunca le mencionó nada acerca del tema. Es posible que ella tampoco se lo limpie, aunque rebobinando la cinta de la vida realmente ella nunca le dio un besito ahí. Cuántas cosas no se callaría la condenada.
Todavía sentado en la letrina, tomó el algodón y lo introdujo en el foco de la infección. Le dio vueltas y salió el exceso de inmundicia. Observó con orgullo lo que había recogido su instrumento, por alguna razón desconocida le daba morbo ver la escena.
Le echó un vistazo al objeto de estudio: el efecto no era el deseado. Todavía había un fuerte exceso de grasa seca en su ombligo.
Se miró los pies y se dio cuenta de que estaban negros. El color no se debía a su pigmentación sino al resultado de pasar más de tres semanas sin bañarse. Se olió las axilas, apestaba igual que un mendigo. Debió meterse en la ducha para sacarse lo que tenía acumulado en su piel pero le dio flojera. Se levantó de la taza y se paró frente al lavamanos.
Abrió la llave y procedió a lavarse el ombligo como un pato. El agua que alcanzaba llegar al blanco era poca, además no estaba empleando el jabón como ayuda. Se metió la uña de su dedo índice para hurgar en la zona afectada, pero sintió una puntada que le hizo retirar el dedo del lugar. Por un momento sintió miedo de que se le descociera su ombligo y pudiera ver sus entrañas.
Decidió salir del baño y dejar el asunto tal y como estaba, no obstante no podía quitarse la idea de la cabeza. Comenzaba a imaginar como toda esa porquería se estaba colando hasta su sistema digestivo para causar un colapso irreparable.
Filipo volvió a entrar al sanitario. Abrió otro gabinete en búsqueda de algo que fuese efectivo para el lavado y consiguió un cepillo lleno de cabellos rojos. Eran los de Valentina. Se acercó el cepillo a su nariz para oler la esencia de su ex novia, olía un poco a vainilla y otro tanto a madera húmeda. Ella decía que odiaba su cabello pero era hermoso aún cuando no se lo secaba. Recordó su risa, sus brazos llenos de pecas, su cuello largo y los bulticos que tenía a los lados de la cintura. Toda ella era hermosa.
Le provocó llamarla, saber cómo estaba, rogarle que volvieran. Cogió el cepillo y salió apresuradamente a la sala a buscar el teléfono. Sacudió el sofá, revisó entre los papeles que había en la mesa y en la biblioteca pero no veía el móvil por ninguna parte. A quien sí vio fue a Pancracio, quien lo observaba con una sonrisa nada inocente.
La búsqueda le dio sed. Abrió la nevera para buscar agua y allí estaba el teléfono. Ciertamente ahora recordaba que lo había puesto ahí porque había leído que los móviles se descargaban menos con el frío.
Se sabía el número de Valentina de memoria. Repicó varias veces, esperaba su dulce voz; lo que recibió fue la tosca voz de un tipo: Mira mamaguevo, si vuelves a llamar a mi jeva te juro que se me olvida que andas lloriqueando y voy a tu casa a reventarte a pingazos… Colgó sin más.
“Mi jeva”. Sí, había dicho mi jeva. Valentina ya lo había reemplazado como quien cambia de licuadora dañada. Increíble, se pasó por el trasero los planes de matrimonio, la idea de envejecer como los abuelos de Julio que todavía se toman de las manos y de tener una bebita llamada Esperanza.
La rabia se le fue subiendo a la cabeza, se puso rojo como un pimentón y se fue directamente al baño a terminar de una vez con la causa por la que se había levantado de su cama. Abrió nuevamente el gabinete, cogió un hisopo y comenzó a limpiar su ombligo con fuerza, el cual se puso tan rojo como su rostro enardecido.
Todavía quedaban rastros de sucio. Se le ocurrió aflojar el resto con crema de afeitar y continuó restregando hasta que escuchó un sonido seco: ¡Pon! Salió un pedazo oscuro de mugre que terminó por destapar el resto de la maleza que tenía adentro.
Mientras salía del fondo algo que parecía moho, Filipo lloraba y gritaba de dolor por su cuerpo y por su alma moribunda. Se frotó con tanta fuerza que le salió un poco de sangre. Pese a todo el resultado era satisfactorio, el ombligo estaba impecable y él finalmente lloró a Valentina como debió haberlo hecho el día en que ella decidió acabar con la relación mientras comía helado de chocolate.
El ombligo le ardía sobremanera, su pecho también. Ya había comenzado a oscurecer. Filipo apagó la luz del baño, volvió a la habitación y se acostó de lado viendo hacia la ventana, inhalando y exhalando con rapidez, tratando de calmar su llanto.
De repente, una luz comenzó a iluminar sus partes. Era la esposa de Roberto que lo husmeaba con su linterna. Le provocó agarrarse el miembro y hacer algo bien llamativo con éste para espantar a la vieja fisgona; lo detuvo la miraba fija de Pancracio y el silbido de Rosita la lora.
Se dio vuelta y sus nalgas redondas quedaron a la vista de todos. Él ya no miraba nadie, se quedó solo con su infierno mientras una lucecita le alumbraba la espalda, Pancracio reía y Rosita gritaba: ¡Eeeesooo!

1 comentario:

  1. El maruto es la cosa más inútil que nos queda después de nacer, creo que sólo me resulta divertido cuando "alguien" se pone a limpiarmelo o porque me recuerda a esa "cancioncita" genial de Jovanotti: "El maruto del mundo".

    Un saludo my friend

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